Leroi Jones definió el arte como "Aquello que hace a uno sentirse orgulloso de ser humano" y creo que esa definición hace justicia a lo que debe de significar el arte para todos nosotros. Algo que sea capaz de remover nuestras almas, de sacar a la luz emociones intensas, de inspirar, de iluminar, de excitar, de atraer o repeler, de escandalizar y, en definitiva, de darnos el empujón que necesitábamos para seguir nuestro camino como individuos.
Desgraciadamente, éste concepto de arte rara vez se hace realidad en nuestra sociedad actual. Cuando visitamos un museo y vemos sus obras expuestas lo primero que percibimos es el valor económico de las piezas allí expuestas, porque asociamos automáticamente una obra de arte como símbolo de riqueza y poder, y no andaríamos desencaminados porque esa ha sido la intención que se ha pretendido dar al arte, lo cual no es más que una prostitución de un mensaje mucho más elevado no destinado a lo material.
El arte ha sido sacrificado en el altar del consumo y es usado como una herramienta más de nuestra sociedad, cuyas raices están arraigadas y fundamentadas en el materialismo; donde todas las imágenes sirven al propósito de mostrar una ilusión de individualización, cuando en realidad oprimen y rechazan todo lo que no ratifique la visión de un mundo ordenado según una serie de patrones medibles y cuantificables por medio de conceptos tales como benefícios, costes o ingresos.
Cada día recibimos un bombardeo masivo compuesto por miles y miles de imágenes que rigen nuestro modo de actuar pero que pasan inadvertidas debido a su cotidianeidad. Nuestra vida esta bajo el dominio de las imágenes, nos guíamos por una serie de estereotipos marcados que nos indican cómo debemos reaccionar.
Las imágenes, y, especialmente aquellas destinadas a la publicidad, conforman nuestra percepción del mundo, ya que nos muestran el mundo supuestamente ideal en el que todos ansiamos vivir: un mundo donde eres respetado, amado, envidiado, adorado...todo ello a través de la imagen que podemos transmitir por medio de una serie de objetos, accesorios o productos.
La imagen que proyectamos a los demás lo es todo para nosotros y ni siquiera nos damos cuenta, pero sabemos que nos van a juzgar por cómo vestimos, por qué teléfono móvil llevamos, qué coche conducimos, qué casa tenemos, de qué tamaño es nuestra televisión. Nuestro concepto de felicidad esta sometido al dominio de lo material, pero de una forma muy intangible. El ideal de una vida feliz en nuestra sociedad es tener una gran casa, con un enorme televisor con innumerables canales, y, por supuesto, con un coche mejor que el del vecino. Esto se supone que es el summum de las aspiraciones de una persona, pero una vez alcanzado esto te das cuenta de que siempre hay una casa mejor, un televisor más grande, que tu vecino se ha comprado el último modelo de coche y de que tu no has llegado a realizarte como persona.
Entonces ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está el respeto? ¿Dónde está la adoración?, y la respuesta es que en ninguna parte, nunca ha estado en esos objetos, pero nosotros proyectamos nuestra ansiedad, nuestra frustración y nuestros sueños en ellos con la esperanza de recibir lo que uno desea, pero ¿Lo deseamos de verdad o simplemente queremos creerlo? Porque todo es una ilusión, un autoengaño ideado por nosotros mismos, un medio para escapar de nuestras vidas, las cuales nos parecen demasiado agobiantes. Pensamos que llevamos una carga demasiado pesada cuando en realidad es que tenemos miedo, miedo de vernos tal y como somos, de afrontar la posibilidad de que nuestras desordenadas vidas breves no tengan un sentido, una dirección, un vector definitivo a pesar del desorden y la brevedad y darnos cuenta de que vivimos en una cárcel hecha de nuestras fantasías donde los únicos carceleros siempre hemos sido nosotros.